Nunca soñé con ser artista…

Palabras de homenaje para Misi y a sus alumnos de Teatro Músical

De hecho, me tomó 45 años darme cuenta de que lo era.

Ya tengo 47, así que hagan sus cuentas…

Tampoco anhelé ser escritora.

Mucho menos, maestra.

Eso sí, siempre quise ser editora o promotora de lectura para convencer a otros de creer, crear y contar historias.

Y ahora soy la suma de todo aquello que no elegí; sino que me eligió a mí.

Lo extraño es que, desde cuando yo era muy pequeña, la vida misma me fue dando muestras de cuál debía ser mi camino, y yo no lo veía ni lo percibía. Nuestra admirada y querida Misi, a quien hoy honramos de esta manera tan especial, y que, con seguridad, supo entregarles señales en forma de notas musicales, personajes y sueños por cumplir, guiándolos con secretos de ensoñación, sabiduría y amor hasta llegar a este mágico día de su graduación, hubiera dicho: “La vida sabe (y siempre sabrá) más”.

Hasta la adolescencia soñé con ser geógrafa, arqueóloga, periodista, azafata, historiadora, monje (por obvias razones, eso era impensable) y una que otra cosa más. A mis maestros del colegio les explicaba que no necesitaba saber de matemáticas porque yo tendría un hotel, y “para eso no se necesitaba saber de números”… ¡Ay! La simplicidad de la infancia, la ingenuidad de la adolescencia…

Esos mismos maestros eran compasivos y generosos conmigo. Sabían que la academia tradicional no era lo mío y jamás lo sería. Nunca fui de copiarme en exámenes. Prefería entregarlos en blanco, y si tenía la posibilidad de usar la clase de física en la de matemáticas para poder resolver ecuaciones bonus (como las llamaban los maestros,), de manera inesperada podía contestar a la perfección eso que ningún otro podía.

Por otra parte, en las clases de literatura inglesa nos alimentaban con la lectura de las obras de grandes poetas ingleses de una manera que aún recuerdo: adivinando imágenes y significados a partir del sonido de las palabras, investigando datos históricos y haciendo conexiones entre distintos géneros musicales y lenguajes poéticos. Cada clase era un regalo divino.

Las clases de español eran particulares; además de discutir con las maestras sobre cómo elegían los planes lectores, sufría con los exámenes cuando debíamos decir quién era el personaje principal, qué ocurría en el quinto capítulo y demás detalles memorísticos alejados de la ensoñación o la creación.

Por supuesto, una vez más, para mí era imposible contestar alguna de estas preguntas.

Lo curioso, y es aquí donde lo conecto con las clases de matemáticas, cuando hacía mis mejores esfuerzos por leer e intentar memorizar todos estos datos, recibía el examen lleno de rojos. Sin embargo, cuando me tomaba el atrevimiento de escuchar en los corredores la sinopsis de las historias, y tenía la posibilidad de inferir y confeccionar la trama a partir de mis propias hipótesis, fundamentadas en las estructuras narrativas que ya tenía interiorizadas gracias a los cantos y cuentos con los que me nutrieron desde bebé, magia, magia… ¡Lograba sacar excelentes notas y era de las mejores del curso!

Ahora, puedo ver que, al otorgarme a mí misma una “licencia literaria”, podía desafiar y descifrar el mundo sin temor alguno. También puedo ver cómo, al elegir ser maestra de profesión, estas anécdotas, lejos de ser una oda a la mediocridad o a ser vaga, se convirtieron en mi motivación principal para confiar en la diversidad y pluralidad en los procesos de aprendizaje, así como en la forma en que construimos nuestras propias verdades, siendo estos nuestros pilares en cuanto a saberes y pasiones se trata.

Algunos se escandalizarán con mi relato, otros se reirán. Incluso, habrá quienes puedan llegar a sentirse identificados. Lo que pocos saben es que, mientras estas eternas horas de exámenes transcurrían, mientras los ejercicios en clase recorrían su cauce sin que yo pudiera seguirles el paso, maestros como el de matemáticas me dejaban darles lecciones de solfeo y de literatura a cambio. Al final, Omar, mi profesor, dejó las matemáticas unos años después y se fue del país a estudiar literatura. A su vez, el tiempo me mostró el lado amable de las matemáticas para poder darles vuelo a mis sueños y proyectos artísticos. Sin saberlo, cada uno estaba aprendiendo a su manera, ignorando que juntos transitábamos por un proceso de crecimiento personal, profesional, y, ante todo, artístico. Sí, ¡desde los años escolares, cuando se supone que uno aún está lejos de elegir una profesión!

Por otra parte, tampoco les he contado que crecí en una familia bastante particular. Pasaba la mayoría del tiempo en la casa de mis abuelos maternos, donde artistas y políticos entraban y salían de día y de noche sin parar. Se gestaban grandes proyectos como el Festival Internacional de Teatro; se compraban los predios para construir los teatros de Fanny Mikey; se hacían los viernes culturales donde empezaban sus carreras personajes emblemáticos de la cultura colombiana como Totó la Momposina; y a la vez, se gestaban las nuevas administraciones nacionales.

Acá hago un paréntesis para contarles que, todos esos “adultos-viejos” con los que crecí, ahora son mis jefes o mis coequiperos. Me costó años y esfuerzos para que me vieran como una artista y no como la “nieta” o la “hija de…”, pero valió la pena la evolución, pues son los resultados los que hablan por sí solos.  

En el gran salón de la casa de mis abuelos convivían el piano, de un octavo de cola, de mi abuela, Sylvia Moskowitz, gran cantante y maestra de canto, junto al piano de cola del maestro Puyana. Lo más bello de esto era que allí no solo se hacían conciertos: los niños y jóvenes podíamos tocar los pianos sin restricciones o reglas creadas para mantenernos lejos. También podíamos escalar y jugar con grandes esculturas como las de Negret.

Teníamos rituales familiares, como sentarnos a almorzar todos juntos, con entrada, plato principal y postre; como en las mejores historias: con introducción, nudo y desenlace. Los más chiquitos escuchábamos y participábamos de cada charla como si fuéramos un adulto más. Era un ambiente en donde todos, sin importar la edad, teníamos el mismo derecho.

Mi abuela relataba el caso de cada uno de sus estudiantes en la mesa: quién faltaba a clase, quién debía mejorar en x o y, o quiénes eran sus más queridos alumnos, como Leo Palacios que, aunque no muchos en la familia lo conociéramos en persona, se había convertido en una especie de hijo adoptivo, pues era el talentosísimo “niñito” que, además de brillar, iba a organizarle las partituras a Sylvia con dulzura y entrega.

Yo pasaba horas viendo las clases de mi abuela, sin saber que quería o podía cantar. Eso era lo de menos. Solo me gustaba contemplar y aprender de lo que Sylvia decía y cómo se iban transformando las voces, cuerpos, emociones y comportamientos de sus estudiantes. Eran unas lecciones poderosas de vida que iban mucho más allá de lo técnico: “Si quieres ser artista, también debes ir al teatro, a galerías, a clases de solfeo, debes viajar, tener clases de técnica Alexander…”, le decía a cada uno: cantar o tocar un instrumento era apenas el primer eslabón para llegar a ser artista como tal.

El arte, la vida, el juego y la exploración unidos en un solo sentir. El arte como una forma de vida, lejos de ser una obligación impuesta.

Desde pequeños, todos en casa navegamos entre estos relatos, y nuestros hijos crecen de la misma manera. Como madre, maestra, escritora y artista quiero que quienes me escuchen puedan percibir cómo una minucia cotidiana, un gran dolor, una profunda pregunta existencial o un conflicto nacional pueden encontrar una salida, una posible resolución a través de una canción, en la voz de un autor, en una obra de teatro, trepados en una escultura o en un movimiento cultural más grande. Asimismo, quiero que sepan que el arte también está allí para refugiarnos y sanarnos cuando sentimos que algo no tiene solución. Es una compañía incondicional, seamos o no artistas.

Cada uno tiene la facultad de elegir su forma de salvación y hacerla realidad. La única regla, por más contradictorio que suene frente a la primera parte de estas palabras, es ser disciplinados. ¿Pero cómo y en qué en este universo vasto y plural? Pues en el camino que decidamos seguir; solo debemos tomar acción, creer en esa corazonada, en el pálpito que nos hace soñar, y hacerlo posible explorando diversas formas y estilos.

Por supuesto, tanta libertad y poder de elección hacen más complejo el camino. Y así es el arte, lleno de preguntas y de incertidumbres: ¿quiero ser solista? ¿quiero estar detrás de bambalinas?, ¿prefiero ser un empresario de las artes o un bailarín de tap?, ¿quiero ser escultor o curador de colecciones de arte?, ¿prefiero la ópera o el hiphop?

Tantas preguntas como respuestas…

Ser artista significa levantarnos a diario dispuestos a imaginar y construir una carrera, una profesión, un quehacer sin reglas, tiempos u horarios predeterminados, pues ni la imaginación ni la creación saben de eso.

Y bueno, cómo y por qué llegué a ser maestra, escritora y artista, siempre pensando en los más pequeños, eso nunca lo sabré con exactitud, pero en cada anécdota hay pistas suficientes. Pienso y pienso en los años luego de salir del colegio, de cuando supe que no tenía talento para ser cantante lírica; de cuando me fui a viajar por el mundo para conocer mis raíces; de cuando me invitaron a participar en lo que antes de CantaClaro (mi grupo de música infantil que ya va a cumplir 25 años) se llamaba Todos podemos cantar, y estudié bien los guiones de los programas de televisión de mi abuela (pionera de estos en Colombia) para hacer mis propias historias (ahora una colección de siete libros publicados por Penguin Random House); de las terribles reseñas que escribían sobre mis libros que mezclaban música y literatura (algo muy usual hoy en día, pero en ese tiempo desafiante e incomprendido); de todas las veces que me pidieron bajarme de una tarima por ser desafinada o “mala”, entre muchas otras pruebas y hazañas. Pensar en ello pareciera ser devastador, pero, ya lo han oído, “la vida sabe más” y hay que seguirla a pesar de las piedras del camino. Es parte del proceso, llevado con valentía y coraje, con empuje, emoción y, sobre todo, con respeto, disciplina y entrega. Somos la suma de los aciertos y desaciertos, y ante todo, de cada vivencia, cada experiencia de vida, de cada encuentro con el otro, desde el mismo momento en que nacemos.

Cuento y recuento versiones e historias diferentes, así como ustedes lo harán cada vez que quieran relatar cómo llegaron a este hermoso salón, orgullosos de sus logros, anhelando nuevos caminos, con sus togas y birretes, entremezclando el miedo y la alegría, el vértigo y la fuerza, la ilusión de lo nuevo con la nostalgia que da graduarse.

No olviden llevar sus diarios de vida, pues estos serán el conjuro mágico para que otros se animen a creer en las artes como una forma de vida. Tengan la certeza de que estas narrativas inciden y afectan nuestro entorno, y nos regalan oportunidades para transformar generaciones, sociedades y culturas enteras, a través de una sola idea, de una sola pasión. En un mundo en donde todo se resuelve con un clic o un like, es difícil entender esto. Palabras como paciencia, resiliencia y solidaridad para con uno y para con los compañeros, o trabajar en equipo, en red, como una sola fuerza de vida y obra, con una mirada holística, compasiva y humilde, deberían ser componentes básicos en todos los currículos de los artistas.

Solo perdonándonos por no querer cumplir los sueños de los demás, únicamente los nuestros personales, honrando el paso a paso, dando lo mejor, preparándonos con foco y organización de manera honesta y amorosa nos liberará de las comparaciones o del afán por “ser” o por “llegar” primero o con más éxito.

Sería hermoso que nos enseñaran que en nuestra propia voz está nuestra libertad, así como la libertad de tantos otros.

¡Buen vuelo, lleno de un dulce cantar y contar para ustedes, para sus cercanos y para el mundo que los rodea!